Del ejercicio de la filosofía como compromiso ético.


Por una nueva relación entre filosofía y política


Tomar partido en la “partida del mundo”

“Buenos días, utopía (De la Postmodernidad a la Neohistoria)” reza el título con que se nos convoca a estas jornadas de la Asociación Alfonso Sastre, a las que asistimos honrados y agradecidos, al mismo tiempo que con un gran sentimiento de responsabilidad. Y es que la participación en ellas supone ya asumir el desafío de contribuir, al menos en algo, a reforzar la confianza en la viabilidad histórica de alternativas que hoy el sistema dominante criminaliza.

Sentimos, pues, la responsabilidad de estar con los que saludad la utopía y le dan la bienvenida como un ideal que nos lanza a recrear la historia, como se nos propone en el lema de estas jornadas.

Por eso las reflexiones que siguen oponen al pensamiento crepuscular que ya no cree en nada el pensamiento matinal que asume como su deber el “estar al día con el día”, alerto y listo, para que a la caída de la tarde el mundo sea un poco mejor. Nos mueve la esperanza en la acción humana liberadora, y denunciamos el nihilismo cínico del pensamiento que claudica ante los poderosos de la tierra.


Desde esta perspectiva denunciamos la ideología de la mentira y la palabrería que extiende el fantasma de la desilusión y del conformismo.

Y si admitimos, como hacemos aquí, que la filosofía, en razón de la misma fuerza de la tarea que se condensa en su propio nombre occidental de “filosofía”, tiene que ver con una sabiduría que se ama porque se hace sabia y nos hace sabios justo en tanto que crece como capacidad para buscar la verdad y esperar lo mejor para la realidad humana, hemos de reconocer entonces que este fantasma determina actualmente la situación en la que la filosofía tiene que hacerse presente con una palabra clara que diga la verdad de las cosas y que se comprometa. Pues debe estar claro para la filosofía que ese fantasma es, entre otras cosas, la construcción mediático-ideológica con cuyos velos se trata de ocultar hoy la realidad de la pobreza, la opresión y la exclusión masivas, pero también la energía de la esperanza que se hace historia en la resistencia, por ejemplo, de los movimientos altermundistas.

Pero ya sabemos, o deberíamos saber, que la filosofía no existe de hecho si no es mediante, esto es, con, en y por el filosofar de aquellos y aquellas que se llaman filósofos o filósofas. O sea que somos nosotros, los y las que desempeñamos este oficio quienes tenemos que luchar contra este fantasma que amenaza a la humanidad, para que la filosofía se haga presente en el mundo actual y para que lo haga en concreto bajo el signo fuerte de contribuir a crear espacios de verdad y de esperanza que interrumpan el tejido de ese velo fantasmal de la falsedad y la desilusión que se cierne hoy sobre la humanidad.

Sobre el trasfondo de esta idea y de la toma de posición que implica, se comprende que no podamos ni queramos plantear en estas reflexiones la cuestión del compromiso político del filósofo en el sentido de un tema de estudio con el que éste puede o no ocuparse o de una actitud que puede o no asumir. No, pensamos más bien que el filósofo no es libre para no comprometerse porque su mismo oficio es compromiso con la verdad y la esperanza en la época en la que le toca vivir. Es, pues, un compromiso situado contextualmente que no puede eludir sin traicionar su vocación de ser testigo incómodo de su tiempo, metiéndose en cosas que (aparentemente) no le importan[1], pero que son decisivas para que todo ser humano pueda vivir con verdad y esperanza.

En la profesión del filósofo el compromiso se genera, por tanto, como un momento propio del ejercicio profesional. Mas esto implica que, para el filósofo, la práctica de la filosofía, como compromiso profesional, conlleva al mismo tiempo un compromiso personal. El compromiso que su profesión significa con la verdad y la esperanza no se puede desvincular del compromiso personal que requiere ya el mismo ejercicio del filosofar. Se condicionan mutuamente.

Por eso queremos presentar en estas reflexiones la cuestión del compromiso del filósofo como una cuestión que cobra toda su fuerza y toda su profundidad, pero también todo el dramatismo que la acompaña, sólo cuando se la asume en el sentido de una cuestión vital y biográfica. Para nosotros el compromiso del filósofo es compromiso con la vida, ajena y propia, y empieza por eso con una pregunta que inquiere primero por la sinceridad de sus actos como filósofo. De esta suerte el compromiso empieza, por decirlo así, con un acto de franqueza consigo mismo en el que las cartas del juego se ponen sobre la mesa.

Se trata de comprender y de mostrar a los demás quién es uno mismo cuando se define como filósofo, qué herencia asume y de qué parte del mundo se pone la filosofía que profesamos. El compromiso empieza, dicho en otros términos, posicionándonos vitalmente frente a la tradición que determina el horizonte teórico-práctico a cuya luz se entiende el ejercicio del oficio de filosofar; y con el exámen de las exigencias de la situación histórica concreta en que corresponde asumir el oficio de la filosofía.

¿Qué se ha hecho de la filosofía? ¿Qué conciencia tenemos de ello? ¿Qué se pide de la filosofía? ¿De qué parte del mundo está hoy con su manera cultural e institucional de formar parte del mundo actual? ¿A quién favorece su forma actual de estar presente en el mundo?

Planeando preguntas como éstas, pensamos, el filósofo aprende a poner las cartas sobre la mesa y va entendiendo que le corresponde singularizar por su propia biografía el compromiso de la filosofía con la verdad y la esperanza, es decir, hacerse él mismo sujeto histórico de sus pensamientos.[2] Por ello el compromiso no es para el filósofo una estrategia para ganar adeptos o para buscar discípulos seguidores de determinadas ideas filosóficas, sino que se plantea más bien en términos de un desafío que reclama de entrada haber respondido a la pregunta por el proyecto histórico político desde el cual entendemos la función de la filosofía y con ello su manera de tener parte en el litigio por el curso del mundo y del destino de la humanidad.

De la filosofía como compromiso ético
A partir de las observaciones anteriores queremos precisar en este segundo paso la comprensión de la filosofía como compromiso ético para sacar luego sus consecuencias de cara al problema de las relaciones entre filosofía y política en el contexto de nuestro presente histórico.

En realidad el compromiso de la filosofía o, si se prefiere, la práctica de la filosofía como compromiso nace y se concreta en el filosofar de aquellos y de aquellas que, tomando conciencia del inevitable enmarcamiento político-social en que se desarrolla el pensamiento cultural y científico, se esfuerzan por reubicar teórica y socialmente su quehacer propio en el mundo práctico de la vida diaria, en el mundo real de la gente con la que conviven, para ejercer su oficio no sólo desde el mundo de las ideas filosóficas heredado sino precisamente también desde ese mundo real que comparten con todos los demás y cuyo curso histórico reclama una toma de posición.

La práctica de la filosofía como compromiso rompe así con la pretendida neutralidad y objetividad que debe observar el filosofar, y coloca la búsqueda de la verdad y de la esperanza en el conflictivo mundo histórico donde ésta conlleva necesariamente una clara toma de partido.

La filosofía como compromiso opta y toma conciencia de esta opción y sus consecuencias.

Es verdad que toda filosofía está siempre situada y posicionada en la correlación de fuerzas que se disputan la configuración del presente en la “partida del mundo”. De modo que inclusive aquellas filosofías que creen moverse en esferas superiores y objetivas, y por eso supuestamente ajenas a las opciones político-culturales que exige la historia, son filosofías que tienen también sus opciones o cumplen un papel determinado en las sociedades de su tiempo correspondiente.

Pero aquí no hablamos del compromiso oculto de esas filosofías que pretenden moverse en el reino de las ideas puras. Nos referimos, como se entiende por todo lo ya dicho, a la filosofía de los filósofos y las filósofas que asumen conciente y explícitamente la contextualidad intrínseca del pensar y practican su oficio, por opción ética, desde el lugar de aquellos y aquellas que las asimetrías de poder que caracterizan el mundo de hoy – desde la asimetría epistemológica hasta la religiosa, pasando por la económica y la política – imponen estar “abajo”, y bajo la amenaza constante del castigo preventivo para que no osen equilibrar el mundo con el peso de sus tradiciones y proyectos de realización identitaria.

Y es debido a esta razón por la que precisamos aquí que nos referimos especialmente a la filosofía como práctica de saber conciente de que su lugar en el mundo asimétrico de hoy es el de “los de abajo”; es decir, conciente de que tiene que tomar partido en la “partida del mundo” por los y las que hoy están perdiendo esta partida. Y hablamos todavía, más en concreto, de compromiso ético porque entendemos, siguiendo la tradición del humanismo crítico – desde Marx y Martí hasta Sartre y el pensamiento liberador[3] – que es una opción que se toma por la interpelación y por la aceptación de lo que se ha llamado la autoridad moral de los y las que sufren.[4]

Sin embargo, como compromiso ético, la filosofía comprometida no es solamente respuesta de escucha solidaria al sufrimiento y a la exclusión del otro sino que, por ello mismo, es al mismo tiempo también compromiso con las prácticas emancipadoras de “los de abajo” y con la axiología que ellas intentan hacer valer en el mundo. La filosofía comprometida se empeña con “los de abajo” en la tarea de rehacer el mundo desde los valores alternativos que se generan en la lucha por su causa. Su compromiso ético, sin desestimar el momento de la compasión, es de esta forma ante todo voluntad de actuar con y desde las iniciativas de emancipación histórica.

De esta comprensión de la filosofía como compromiso ético se desprenden dos consecuencias importantes que queremos explicar brevemente.

La primera consecuencia es que aprende a ver a “los de abajo” – y por lo que sigue se comprenderá porqué usamos el término en comillas – desde sus proyectos y acciones, desde su emergencia histórica como fuerza moral insurgente[5], renunciando por tanto a hablar de ellos simplemente en términos de los excluidos, los pobres o los marginados. Y es que el sueño, el anhelo, la utopía milenaria que puja en sus luchas por un lugar en la historia, nos muestra que realmente están fuera del sistema que hoy decide lo que hay, y para quién y en qué grado hay lo que hay; pero se nos muestra igualmente que se sobrepasa el reclamo de la mera “inclusión del otro”[6] porque, además de la obviedad de que ésta misma no es posible sin una reestructuración radical del sistema vigente, lo que se busca no es la inclusión en lo que hay sino la novedad histórica de hacer que el mundo y la humanidad giren sobre otro eje y sobre otros valores para que precisamente “otro mundo sea posible”.

Es, en una palabra, reconocer el protagonismo histórico de las fuerzas morales de la insurgencia y empeñarse con ellas en la lucha por la realización concreta de la revolución que ya encarna.[7]

La segunda consecuencia se refiere a la nueva relación con la política. Es natural que por el mismo acento que pone en su compromiso en tanto que empeño en la realización histórica de esa axiología alternativa que representan los actuales movimientos emancipadores, la filosofía comprometida tenga que actualizar su relación con la política en el sentido de uno de los modos específicos en que se relaciona consigo misma cuando busca hacer mundo haciéndose mundo, como proponía ya el joven Marx.[8] Nos explicamos.

La conciencia de su compromiso ético con las fuerzas que luchan por emancipar la humanidad del vasallaje del sistema hegemónico neoliberal, lleva a la filosofía comprometida a “descubrir” en efecto que la política no es una dimensión que está fuera de su quehacer propio o con la que se relaciona a través de otras mediaciones sociales, sino que es una dimensión a la que se abre desde sí misma o, mejor dicho, que abre desde su mismo compromiso por la exigencia de realización histórica que implica ineludiblemente su apuesta ética. El compromiso ético de la filosofía, para decirlo en una frase, es ya en sí mismo política.[9]

Por esta razón hablamos precisamente de una nueva relación de la filosofía con la política, entendiéndola en el sentido de una relación que la filosofía misma desarrolla como una necesidad interna de su propio cumplimiento o realización en tanto que compromiso ético.

La filosofía comprometida “descubre” dentro de sí, como una exigencia imperativa de su propio compromiso ético, la dimensión de la política y tiene conciencia de que es una relación necesaria la que debe mantener con ella, ya que necesita la política tanto para hacerse mundo como para contribuir a hacer mundo de manera alternativa.

Por brotar de la propia exigencia ética o, mejor dicho, del compromiso de la filosofía con la causa emancipadora en el mundo de hoy, esta relación de la filosofía comprometida con la política se presenta sin embargo también como una relación tensa y conflictiva. Pues en ella la filosofía, al perfilarse justo como apuesta política por realizar la moral en la historia[10], tiene que asumir que esta apuesta por una política que sea concretización histórica de la ética la pone en tensión y en conflicto con un mundo de poder que reduce la política a la llamada política real, difamando como ilusoria toda política moral. Pero éste es ya el tema de nuestro tercer punto donde queremos esbozar esta nueva relación de la filosofía con la política.

De una nueva relación entre filosofía y política
Por las indicaciones anteriores se ve que la filosofía comprometida con las fuerzas morales emergentes e insurgentes de nuestra época, y concretamente con el proyecto de mundo justo que proponen, se abre a la política como a un dimensión de su exigencia ética rectora y que de este modo su relación con ella se ve determinada por la idea de que la política encuentra su principio fundamental de orientación justamente en el imperativo ético de la emancipación de la humanidad. Éste sería, por tanto, el horizonte ético de toda acción política liberadora.

De donde se desprende que para la filosofía comprometida la política tiene que ser reformulada desde ese horizonte ético como una actividad realmente pública que es obra de todos, y no sólo de unos pocos profesionales. En su relación con la política la filosofía comprometida recupera, pues, la primera en tanto que actividad de todos los afectados; que quiere decir actividad que expresa y articula la inteligencia social de “los de abajo”.

Pero con esta reformulación de la política desde las iniciativas emancipadoras que representan los movimientos populares la filosofía comprometida también redefine la relación específica del filósofo o de la filosofía en particular con la acción política, es decir, su manera de participar en la misma; ya que ello implica por su parte la superación de toda tentación de dirigismo o de actitud paternalista. Se trata de reconocer que el verdadero sujeto histórico de esta política que canaliza la fuerza moral insurgente son precisamente los colectivos en lucha y que, por eso mismo, el compromiso del filósofo se plasma en echar su suerte con ellos, como decía José Martí.[11]

Buscando esta articulación directa con la actividad política emancipadora, que es evidentemente expresión de solidaridad consecuente con los verdaderos sujetos reales de la misma, la filosofía comprometida se relaciona además con la política desde la conciencia de que ésta es la actividad contextual en y por la cual se realiza el saber práctico-ético de las comunidades locales. Reformulando la política como la praxis comunitaria de sujetos contextuales, la filosofía la asume como la dimensión en que su exigencia ética se hace mundo, es decir, se concretiza en mundos justos que responden a las necesidades de vida digna de sus sujetos.

Esta resignificación de la política como praxis contextual de sujetos directamente afectados y que buscan resolver con sus medios y desde sus tradiciones de vida justa los problemas de sus mundos específicos, no debe confundirse sin embargo con un regreso al provincialismo o al regionalismo, es decir, con una reacción de inmadurez ante los desafíos de la globalización actual.

Se trata, por el contrario, de una respuesta que supone madurez cultural y crecimiento ético, que supone también seguridad identitaria y confianza en las posibilidades de mejoramiento de lo propio. O sea que la afirmación del proyecto contextual propio con una política que realiza lo que contextualmente deberíamos ser no significa aislamiento sino fundación de la posibilidad de participar en condiciones de igualdad en la creación de un verdadero mundo universal en el que la humanidad toda se pueda afirmar y desarrollar como una comunidad de pueblos respetuosos de sus diferencias. Lo propio es apoyo para el intercambio; no cierra sino que abre las identidades contextuales a la dialéctica del apoyo mutuo y del aprendizaje en común. En realidad, sin este momento de afirmación y realización de lo contextual no hay condiciones para crear un mundo o, mejor dicho, para rehacer el mundo asimétrico de hoy y convertirlo en un lugar donde los pueblos pueden cultivar la cercanía y la vecindad sin miedo a los procesos de transformación que de ahí se puedan desprender.

En resumen podemos concluir de todo lo que llevamos dicho que el compromiso ético del filósofo con la causa de la reconstrucción justa e intercultural del mundo es ya de suyo la expresión de una nueva relación con la política, puesto que en él se refleja la necesidad de asumir la política como la dimensión que la misma filosofía genera en su pasión por contribuir a la realización de la ética en la historia.

Observación final
Séanos permitido terminar estas breves consideraciones sobre el filósofo y el compromiso retomando la idea que señalábamos al comienzo de las mismas cuando nos referíamos a la “pasión” de la filosofía por la verdad y la esperanza y a la especial responsabilidad que ella comporta hoy en el marco de un sistema hegemónico cuyo funcionamiento implica el ocultamiento estructural de las verdaderas causas de los problemas que destruyen a la humanidad, la expansión de falsas prioridades, la criminalización de las alternativas emancipatorias o la difusión de estrategias de “información” que pretenden reducir la realidad a juegos mediáticos.

En este contexto, nos parece, el compromiso de la filosofía con la verdad y la esperanza, justo en tanto que momento realizante de su vocación política, se debe concretizar prioritariamente en la tarea de contrarrestar la maquinaria de la mentira y del engaño apoyando procesos de información y de argumentación que den cuenta realmente de la verdad de lo que sucede en el mundo, que reflexionen la verdadera situación de la humanidad y que sean, por lo mismo, lugar de manifestación de la mucha y otra realidad que ya hoy se genera en el mundo como testimonio real de la encarnación de la esperanza en la historia actual de la humanidad.

Nos corresponde, hoy acaso más que nunca, trabajar por una hermenéutica de la esperanza y mostrar que en la topología del mundo la memoria de liberación no está ausente sino , al contrario, presente y saludando la utopía en muchos lugares del mundo.



Raúl Fornet-Betancourt
[1] Recordemos la famosa definición de Sartre en la que se nos dice que un intelectual es una persona que “se mete en cosas que no le importan”. Cf. Jean-Paul Sartre, “Plaidoyer pour les intellectuels”, en Situations, VIII, Paris 1972, p. 377.
[2] Cf. C. Wright Mills, “La política de la cultura”, en Carlos M. Rama (ed.), Los intelectuales y la política, Montevideo 1962, p. 17
[3] Las referencias exactas a esta línea de pensamiento crítico pueden verse en nuestro trabajo: “Para una crítica filosófica de la liberación”, en Raúl Fornet-Betancourt (ed.), Resistencia y solidaridad. Globalización capitalista y liberación, Madrid 2003, pp. 55-79.
[4] Pensamos aquí, además de las aportaciones pioneras de Walter Benjamín, sobre todo en las contribuciones más recientes de Johann B. Metz y de Jon Sobrino. De entre sus muchas obras destaquemos ahora: Johann B. Metz, “El futuro a la luz memorial de la pasión”, en Concilium 76 (1972) 317-334; “Anametische Vernunft”, en Axel Honneth (ed.), Zwischenbetrachtung. Im Prozeß der Aufklärung, Frankfurt / M 1989, pp. 733-738; y su Dios y tiempo. Nueva teología política, Madrid 2002 y de Jon Sobrino, El principio-misericordia, Santander 1992; La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas, Madrid 1999; y “La máxima autoridad del mundo es la de los pobres” (Entrevista), en ABC del 14 de febrero de 2004.
[5] Cf. Arturo A. Roig, Ética del poder y moralidad de la protesta, Mendoza 2002; así como los diversos manifiestos y declaraciones del movimiento indígena y en concreto del zapatista.
[6] Cf. Jürgen Habermas, La inclusión del otro, Barcelona 1999.
[7] En esto puede servir de ejemplo el compromiso de José Ingenieros. Recordemos, por ejemplo, su decidido compromiso con los ideales de la Revolución de Octubre. José Ingenieros, Los tiempos nuevos, Buenos Aires 1961.
[8] Cf. Karl Marx, Epikureische Philosophie, en MEW, Ergänzungsband I, Berlin 1968, p. 218.
[9] Horacio Cerutti acentúa esta idea al insistir en que la política es una dimensión intrínseca de la filosofía como tal. Ver su libro: Configuaciones de un filosofar sureador, Orizaba 2005.
[10] Cf. Jean-Paul Sartre, Cahiers pour une morale, Paris 1983, p. 39.
[11] José Martí, Versos sencillos, en Obras completas, tomo 16, La Habana 1975, p. 67, donde escribe: “Con los pobres de la tierra / Quiero yo mi suerte echar”. Ver también su ensayo “Nuestra América”, en Obras Completas, tomo 6, La Habana 1975, p. 16, donde sentencia: “Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores”.

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